Cuando un coche o un tostador se estropean una y otra vez, decimos: “es una patata”. Cuando lo hacen en el momento menos oportuno, podemos matizar: “es que es la monda”. Son términos con connotaciones despectivas, que incluso podríamos formular combinados, si la situación fuera verdaderamente ridícula además de catastrófica: “es la monda de una patata”. No se me ocurre tema menos apropiado para convertirlo en escultura, con tantas cosas nobles y hermosas como hay en el mundo.
Una causa, entre otras muchas, por la que las mujeres no han obtenido reconocimiento como artistas a lo largo de los siglos, ha sido por la temática de sus creaciones. Tareas domésticas como limpiar o cocinar, ocupaciones maternales como peinar a un niño o darle el pecho, escenas íntimas y sinceras –esto es, no miradas por un ojo masculino- como lavarse o desvestirse… Temas menores, muy menores, que para nada alcanzaban el rango de las cosas importantes que pintaban los varones, estas sí, propias de un arte que merecía tal nombre: vida callejera, vida social, ejemplos de dignidad o heroísmo, desnudos femeninos o al menos bodegones de caza –una variante de lo anterior.
Al pelar patatas se me queda en las manos un resto de tierra. La carne vegetal recién descubierta está húmeda y se forma en los dedos un barrillo que enseguida quiero lavar. Las mondas -una tira de piel que intenta la espiral y cuya curvatura evoca el volumen oblongo que recubrió- rápidamente se rompen y se aplanan. Las amontono, las arrastro camino de la basura. Si pelas muchas patatas te duelen los dedos de empujar el cuchillo. Es un trabajo monótono. No se necesita para hacerlo ni una pizca de inteligencia. En muchos lugares pelar patatas es la tarea más baja o un castigo. Y sin embargo, la patata que vino de América, en el siglo XVII salvó a Europa de la hambruna. En las culturas andinas el tiempo se medía por lo que se tardaba en cocer una patata. En Alaska sirvió de moneda. Y fue el primer vegetal que se cultivó en una nave espacial.