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ESCRITO SOBRE LA PATATA

Cuando un coche o un tostador se estropean una y otra vez, decimos: “es una patata”. Cuando lo hacen en el momento menos oportuno, podemos matizar: “es que es la monda”. Son términos con connotaciones despectivas, que incluso podríamos formular combinados, si la situación fuera verdaderamente ridícula además de catastrófica: “es la monda de una patata”. No se me ocurre tema menos apropiado para convertirlo en escultura, con tantas cosas nobles y hermosas como hay en el mundo.

Una causa, entre otras muchas, por la que las mujeres no han obtenido reconocimiento como artistas a lo largo de los siglos, ha sido por la temática de sus creaciones. Tareas domésticas como limpiar o cocinar, ocupaciones maternales como peinar a un niño o darle el pecho, escenas íntimas y sinceras –esto es, no miradas por un ojo masculino- como lavarse o desvestirse… Temas menores, muy menores, que para nada alcanzaban el rango de las cosas importantes que pintaban los varones, estas sí, propias de un arte que merecía tal nombre: vida callejera, vida social, ejemplos de dignidad o heroísmo, desnudos femeninos o al menos bodegones de caza –una variante de lo anterior.

Al pelar patatas se me queda en las manos un resto de tierra. La carne vegetal recién descubierta está húmeda y se forma en los dedos un barrillo que enseguida quiero lavar. Las mondas -una tira de piel que intenta la espiral y cuya curvatura evoca el volumen oblongo que recubrió- rápidamente se rompen y se aplanan. Las amontono, las arrastro camino de la basura. Si pelas muchas patatas te duelen los dedos de empujar el cuchillo. Es un trabajo monótono. No se necesita para hacerlo ni una pizca de inteligencia. En muchos lugares pelar patatas es la tarea más baja o un castigo. Y sin embargo, la patata que vino de América, en el siglo XVII salvó a Europa de la hambruna. En las culturas andinas el tiempo se medía por lo que se tardaba en cocer una patata. En Alaska sirvió de moneda. Y fue el primer vegetal que se cultivó en una nave espacial.

Leopold Bloom, el protagonista del Ulises (1922) de Joyce, lleva una patata en el bolsillo, como un talismán. El primer cuadro en que se muestra la singular personalidad de Van Gogh se titula Los comedores de patatas (1885). Basten estas dos referencias para colocar la patata en un lugar de honor en la cultura moderna. Pero más allá de esto, aquí esta, recién inaugurado el sigo XXI, y como corresponde a un tiempo que prefiere lo evanescente a lo sólido, lo periférico a lo central, una obra dedicada no ya a la patata (al “delirante marfil fino de las patatas” como escribió Neruda), sino a sus mondas. Mondas de patatas: serpentinas de los basureros. Ese del plural del desperdicio, pues no hay patata que se pele sola. Collar del topo, alfombra de las larvas.

Marina Llorente fabrica delicadas esculturas de bronce patinado, que imitan a la perfección una monda de patata. No contenta con esto, acompaña cada una de ellas con su perspectiva diédrica. Lo que cualquiera de nosotros habría empezado por tirar a la basura para –entonces ya- ponerse a hacer una obra, se convierte precisamente en el tema de la obra. Desde que Tàpies hizo una escultura monumental con un calcetín, no ha habido disparate semejante. Darle tanta importancia a lo que no la tiene es una especie de defecto óptico (pero de la sensibilidad). O un ejercicio de humildad, para acercarse a lo más humilde. Y desde allí, con ello, regresar y abrirle la puertas de los salones. Quizás si aun existen salones, artistas y público es gracias a las patatas. Cuyo hombro blanco amanece tras el striptease de sus mondas. Conmueve ver una peladura de patata analizada y dibujada como si fuera única. Tratada con tanto respeto. Convertida casi en una joya. Rehabilitada la patata y su tiznada piel, nos sentimos rehabilitados todos, que somos tan vulgares como ellas, tan prescindibles, tan poca cosa. Ahora ya también sabemos nosotros que merecemos un lugar en el mundo.

José María Parreño 5-I-2015.

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